Fatal arrogancia

El caso Kueider demostró ser importante porque se convirtió, rápidamente, en una mancha venenosa para el Gobierno. ¿Quién juega en equipo? ¿Milei o Villarruel?

Patricio Adorno. Politólogo y docente universitario.

En 1806, Hegel afirmó haber visto al espíritu de la revolución a caballo por las calles de París. Lo que contemplaba el filósofo alemán, sin embargo, era más que un espíritu capaz de mover multitudes, observaba a la historia desarrollarse ante sus ojos, observaba el inicio de un nuevo imperio, el imperio napoleónico que emergía entre las cenizas de las monarquías europeas arrasadas por los ideales de libertad, igualdad y fraternidad.

Hay momentos, algunos de ellos con justa razón, en los que los líderes se sienten así, como la historia pasando a caballo por las calles de París. Se perciben inmunes, indomables, inmortales. Creen ser maquinistas del tren del progreso, del ferrocarril que dejará en el pasado a quienes no sean capaces de subirse a él, líderes de un movimiento revolucionario que viene a cambiar, esta vez en serio y para siempre, la realidad de las sociedades de las cuales son, nada más y, por supuesto, nada menos, que su producto.

Esos momentos, que por norma general en la vida de las personas son pocos, breves e intensos, son en los que suelen incubarse las peores tormentas. Tormentas intempestivas y sorpresivas que, por desidia o descuido, no son previstas a tiempo. Tempestades que, por negligencia u omisión, causan un daño mayor que en otras etapas. Porque es allí, en la cresta de la ola, en la cima del mundo, en el momento de mayor apogeo, en el que iniciamos el camino del descenso. Una caída que puede ser definitiva o temporal, todo depende de la magnitud del golpe. Y de las capacidades para sobreponerse.

Dicho esto, amigo lector, hoy es el Javo el que parece estar en la cresta de la ola.

Lo hemos afirmado en las columnas semanales anteriores, el Gobierno libertario atraviesa su mejor momento en el plano económico y político y, por supuesto, lo hace notar. Festejos y autocelebraciones pueblan las expresiones de funcionarios y militantes que, cada vez con mayor frecuencia y menor disimulo, hacen gala de un triunfalismo con el que, parecieran, buscar ahogar las sensaciones de fragilidad, temor y ansiedad que los acompañaron durante este 2024 que ya se va.

Triunfalismo que lleva a destratar a los aliados que los protegieron y apoyaron en cada tramo difícil de este primer cuarto del camino. Optimismo exagerado que los mueve a romper lazos con la vicepresidenta que guarda bajo llave la única victoria en el parlamento del Gobierno de las ávidas manos de los opositores que, a solo tres senadores de mayoría propia, son una amenaza recurrente del presidente y sus adláteres.

Sensación de seguridad que los ha llevado a subestimar los riesgos y minimizar los recaudos frente a situaciones que pusieran en peligro aquello que, ante los ojos de la sociedad, los volvía diferentes. Y es lo que pasó.

Porque esta semana, amigo lector, el caso Kueider se abalanzó sobre el gobierno como una tormenta que amenaza convertirse en tempestad.

Edgardo Kueider era (hasta el jueves) senador por Entre Ríos, electo por el Frente de Todos (el de Alberto y de Cristina) en 2019, es decir, que su mandato vencía el próximo año. Kueider fue uno de los senadores que, en junio pasado, cambió su voto cuando se discutía la "Ley Bases" en el Senado. Su cambio de parecer garantizó el empate 36 a 36 que le permitió a Villarruel desempatar y aprobar la ley madre del Gobierno. Además, le garantizó la presidencia de la comisión más importante de la cámara alta, la de Asuntos Constitucionales.

Ese mismo senador es al que, cuando cruzaba por sexta vez, a las una y media de la mañana y acompañado por su secretaria, el Puente de la Amistad que une a Brasil y Paraguay, agarraron con más de doscientos mil dólares en una mochila. Dólares que no pudo justificar. Dólares que equivalen a cinco veces lo que dijo poseer en su última declaración jurada. Detención de la que intentó zafar diciendo que era parlamentario oficialista.

El caso Kueider demostró ser importante por algo más que el daño institucional que produjo la detención en comisión de delito de un senador de la República Argentina en un país extranjero, o porque, con su destitución, el kirchnerismo recuperará una banca y quedará a un paso de obtener quórum propio en el Senado.

Demostró ser importante porque se convirtió, rápidamente, en una mancha venenosa para el gobierno. Un gobierno que, sin dilaciones, buscó la forma de desligarse, de cortar todo vínculo con el hoy destituido senador.

En esa línea intentaron, primero, adjudicar la paternidad del parlamentario al kirchnerismo, espacio por el que había sido electo y en el cuál, historia y prontuario, parecen confundirse. Pero la búsqueda no funcionó. Es que las fotos del Javo con el (aún) detenido senador volvieron a inundar las redes sociales, al igual que los titulares de los periódicos en el que se lo mencionaba como candidato del gobierno para controlar a los espías desde el Senado.

Luego, cuando prosperó el pedido de destitución, los libertarios intentaron reducir el escarmiento a una suspensión, dejando en stand by su situación en la Cámara Alta hasta tanto se resuelva su situación procesal en el vecino país.

En simultáneo, impulsaron desde la vocería presidencial un (inviable e inconstitucional) proyecto para destituir a todos los diputados y senadores que tuvieran alguna causa judicial, independientemente de que su inocencia o culpabilidad estuviera comprobada por la justicia.

Finalmente, buscaron complicar la sesión en la que se votaba la destitución del senador introduciendo el pedido de remoción de Oscar Parrilli (el de "soy yo, Cristina, pelotudo"), procesado (no condenado) en el marco de la causa "Memorándum con Irán". ¿La idea? Forzar al PRO y UCR a votar por la expulsión de los dos o ninguno, aún cuando las situaciones fueran completamente diferentes.

Pero, cómo son las vueltas de la vida, ni la suspensión, ni la inconstitucional destitución de diputados y senadores con causas judiciales, ni la remoción de Parrilli funcionaron. Por eso, desde el gobierno, todavía hoy intentan una última y desesperada jugada: voltear la sesión por un formalismo.

Es que, como el Javo viajaba a Italia, Vicky debía asumir el Poder Ejecutivo y, por lo tanto, no estaba facultada para presidir el Senado. El tema es que, el escribano que debía llevar el acta para certificar el traspaso de mando, eligió un mal día para demorarse y llegó siete horas tarde, cuando la destitución ya se había concretado.

Más allá de las preguntas que puedan surgir, como por ejemplo ¿Por qué el gobierno busca con tal empeño sostener al senador preso? o de las especulaciones de opositores que, con una prodigiosa imaginación, ya sueñan con una nueva "banelco" o la declaración de nulidad de la "Ley Bases" por compra de voluntades, lo cierto es que, en lo inmediato, hay un hecho concreto.

La fatal arrogancia llevó al Gobierno, nuevamente, a depender de su ninguneada y apartada vicepresidente. De una Vicky que eligió no ser ni Chacho Álvarez, ni Cobos, ni Cristina. De una Villarruel que, cuando salió a la cancha, prefirió jugar en equipo. Aunque no todos puedan decir lo mismo.

¿Fin?

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