Condenados

Estamos condenados todos a vivir en la grieta. Javier, Karina y Santiago eligieron volver a los clásicos de siempre que reavivan la pasión de las multitudes.

Patricio Adorno. Politólogo y docente universitario.

Todo indica, amigo lector, que usted y yo, así como la sociedad en su conjunto, estamos condenados a vivir atravesados por alguna grieta. Ya sea porque es una marca de nacimiento que llevamos en la piel los argentinos, ya sea porque es políticamente rentable para la casta de turno, o porque como sociedad nos sentimos cómodos con la polarización, la grieta es la única cosa que, como país, nos acompañó, nos acompaña y, seguramente, nos acompañará.

El interior versus el puerto, los unitarios contra los federales, el campo contra la industria, peronistas contra antiperonistas, azules versus colorados, producción local contra importaciones. Todas ellas, fracturas del pasado que nos han conducido a un presente en el que, la más reciente de las grietas, muestra evidentes signos de deterioro mientras se debate por su supervivencia frente al nacimiento de la que, quizá, sea la fractura que la suceda.

La última grieta que marcó a la sociedad argentina, el kirchnerismo, tiene fecha de nacimiento. 25 de mayo de 2003. El día que Néstor Kirchner asumió la presidencia de la Nación. Un mandatario políticamente débil y desconocido, un hombre con una insaciable voracidad por el poder. Un presidente que mostraría tener los únicos dos requisitos que Maquiavelo espera en un gobernante que aspire al éxito: virtud y fortuna. La primera refiere a las cualidades personales del dirigente para hacerse con el poder, retenerlo y acrecentarlo. La segunda, al momento histórico de su existencia.

Partiendo desde un escenario político local fragmentado y atomizado, con toda la oposición política dividida y deslegitimada, logró capitalizar un contexto internacional que, política y económicamente, le sería favorable para sentar las bases de un espacio político que gobernaría 16 de los últimos 20 años.

Dos décadas más tarde, esta vez un 10 de diciembre, otro presidente igualmente débil y desconocido, asumiría en un contexto político interno y externo de características similares. Un escenario caótico e incierto en el que, la sociedad, eligió a un político novel, a un hombre que apenas dos años antes había asumido por primera vez una banca de diputado. A un candidato que prometía terminar, no solamente con el que, paulatinamente, se había transformado en el gran mal de nuestro país, la inflación, sino, más importante aún, con la que identificaba como su causa primigenia. La casta parasitaria. El germen de la nueva grieta. O al menos es lo que parecía.

Es que, durante el primer semestre de este año, el Gobierno se esmeró en mostrar que combatía denodadamente contra "los políticos corruptos, los empresarios prebendarios y los periodistas ensobrados" mientras realizaba el "ajuste más grande de la historia" para, de una vez por todas, domar a la esquiva inflación.

Sin embargo, en algún momento entre finales de agosto y principios de septiembre, el triángulo de hierro decidió cambiar el eje de la confrontación. Hay quienes dicen que, el cambio, se produjo durante la última semana de agosto. El momento en el que, para algunos, el Gobierno equiparó a los jubilados con "la casta". Otros, por el contrario, cifran el hito durante la primera semana de septiembre, cuando se conoció la carta titulada: "Es la economía bimonetaria, estúpido".

Independientemente de la fecha exacta, lo cierto es que Javier, Karina y Santiago eligieron dejar de interpretar "nuevas canciones" para volver a los clásicos de siempre. A esos hits que reavivan la pasión de las multitudes. En definitiva, eligieron volver sobre el kirchnerismo y, especialmente, sobre su principal intérprete: Cristina.

La pregunta, amigo lector, es ¿Por qué?

Una hipótesis es que, frente a una oposición desarticulada y, cada vez más, atomizada, la estabilidad de la base de sustento popular del Gobierno corría riesgo de desgranamiento.

El factor cohesivo que proporciona la estabilidad económica y el descenso paulatino de la inflación, no obstante, está lejos de garantizar los altos niveles de adhesión que un espacio político cuyo único capital es la opinión pública, necesita. Particularmente cuando hablamos de un factor que posee elevados costos presentes y lejanos beneficios futuros.

De allí que el Gobierno requiera, necesite, demande, un factor cohesivo en lo inmediato. Un elemento que traiga recurrentemente a la memoria de quienes lo apoyaron, las razones por las que el libertario, y no otro, tiene derecho a sentarse en el "Sillón de Rivadavia".

Quizá por eso, cuando esta semana se conoció que Cristina Fernández de Kirchner había sido encontrada culpable de corrupción en la obra pública de Santa Cruz, el gobierno festejó.

Porque Javier, Karina y Santiago saben que de ese modo monopolizan la agenda pública. Que se posicionan desde un lugar cómodo y seguro que, en la última década, se ha convertido en el elemento que define identidades en nuestra sociedad. Saben que, apoyar a Cristina, es oponerse al gobierno. Y también saben que, ser oficialistas, por tanto, es querer presa a Cristina. No hay espacio para términos medios.

No hay espacios para los que ven que, en el fondo, reavivar la grieta con el kirchnerismo es el mejor negocio que puede hacer, hoy, el gobierno. Y, también, Cristina.

Porque en el fondo, amigo lector, todo indica que ambos, usted y yo, estamos condenados. Condenados a vivir atravesados por alguna grieta. Condenados a ser presas de la polarización que, en cada momento, sea políticamente rentable para la casta de turno.

Porque, en definitiva, lo que importa es el presente. Porque, para el futuro, ya habrá tiempo.

¿Fin?

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