El político que descubrimos
Es 10 de diciembre de 2023. Botellazo de por medio y de espaldas al Congreso de la Nación, Javier Gerardo Milei, economista liberal libertario, outsider político, apologista de la motosierra, cultor de la incorrección política, autopercibido león y enemigo declarado del comunismo, pronuncia su primer discurso como presidente frente al pueblo de la Nación Argentina.
Un discurso que promete sacrificio y dolor. Que augura ajuste, pobreza y recesión. Un discurso que seduce con el escarmiento de la casta parasitaria. Que aspira a terminar con más de un siglo de colectivismo empobrecedor que arruinó a una Argentina destinada a ser potencia. Un discurso que, sin embargo, está profundamente atravesado por la esperanza de un pueblo cansado, agotado, exhausto.
Un pueblo que estuvo confinado al encierro mientras la política se la pasaba de fiesta. Una sociedad sometida al flagelo de la inflación mientras la dirigencia gozaba de los placeres suizos y mediterráneos. Un electorado que, mientras se debatía por la subsistencia, asistía incrédulo a facciosas y fratricidas luchas intestinas por el poder. Una generación de argentinos que creció con la certeza de un, inevitable, futuro peor al de sus predecesores.
El mismo pueblo que, no obstante, "no tiene pensado hundirse aquí tirado, que no tiene planeado morirse desangrado", como sostiene la banda sonora del que, quizá, sea el mayor triunfo al que asistió esa misma generación. Ese triunfo que desató la euforia colectiva a lo largo y ancho del país, que tapó grietas con los colores celeste y blanco, que logró abrazar a niños y adultos, a peronistas y radicales, a macristas y kirchneristas.
Un triunfo que tuvo como protagonistas a un loco, a un estratega subestimado, a un grupo abnegado y sacrificado dispuesto a darlo todo y, por supuesto, al mejor de la historia mundial en el que, probablemente, haya sido su último baile.
Vea cómo serán las vueltas de la vida, amigo lector, que un año después del triunfo en Qatar, otro loco, otro estratega subestimado, otra sociedad abnegada y sacrificada, volvieron a ser protagonistas de la esperanza.
El Javo, como no, es ese loco al que la sociedad eligió como presidente, más que por convicción, por descarte. Porque el 56% de los argentinos prefirió al loco que agitaba la motosierra antes que al político profesional, al hombre de estado, al que conocía cada uno de los recovecos de la administración pública. Eligió al que prometía destruir, no al que ofrecía construir.
Una sociedad que eligió, además, al que probablemente sea el presidente más subestimado de la reciente democracia argentina. Al único mandatario al que la oposición cuidó más que el propio oficialismo. Al único al que, propios y extraños, alejaron permanentemente del abismo al cuál se asomó consistentemente durante este año que pasó. Porque el loco, que sorprendió con su habilidad para la política, cantó retruco en cada una de las manos que le tocó jugar. Lo hizo consciente de tener a sus espaldas una sociedad dispuesta a tolerar y una política siempre permeable a acordar. Jugó a fondo a sabiendas de que, nadie, estaba en condiciones de cantarle "vale cuatro".
Porque el Javo sabe que, aunque públicamente sostenga que este año consiguió éxitos con "todo el viento en contra", en realidad no fue así. Que jugó con el hartazgo social a su favor, con el reconocimiento del pasado ajeno al que no pierde oportunidad de recordar y, particularmente, con la deslegitimación de una clase política atomizada y fragmentada. Condiciones que probablemente se modificarán en este inminente 2025.
Porque poco a poco empieza a correr, cual reguero de pólvora, la sensación de que el sacrificio necesario ya fue pagado y que las mieles del futuro son inminentes. Porque el pasado ajeno al gobierno es cada vez más lejano y el reciente propio. Porque poco a poco la casta comienza a rearmarse al calor de un proceso electoral en el que, no sólo se pondrá en juego la representación popular. Pero por sobre todas las cosas, porque este año descubrimos que, más allá de un economista, el presidente de todos los argentinos es un político. Un político que, probablemente, se recibió en un curso acelerado. Un político que demostró tener excepcionales cualidades para el ejercicio de esta, tan cuestionada, profesión.
Porque el Javo demostró que es hábil y despiadado. Que se encuentra en una constante búsqueda de poder. Que es, ante todo, pragmático. Que no teme resucitar a aquellos a los que, públicamente, viene a enterrar si con ello consigue ampliar su capital simbólico. Que no se inmuta al modificar las reglas de juego a su conveniencia si de ese modo logra favorecer su posición, debilitar la de sus aliados o adversarios y, consecuentemente, obtener mejores términos de negociación y, porqué no, de capitulación.
Un político que presenta como novedad la batalla cultural, que no es otra cosa que la lucha por imponer ese conjunto de ideas que determinan la forma en la que una sociedad interpreta su pasado, su presente y su futuro. La misma batalla que intentaron en su momento Mauricio, Cristina, Néstor, Carlos Saúl y Raúl.
Una batalla que recurre a las tácticas clásicas de la confrontación y la polarización. Que no aspira a convertirse en una expresión mayoritaria de la ciudadanía sino, en el mejor de los casos, en una intensa minoría anclada en ideas liberales en lo económico y conservadoras en lo social.
Una batalla librada por la casta contra la casta. Una batalla que enarbola la bandera de la esperanza, bandera que sostiene que "de aquí en adelante sólo habrá buenas noticias", bandera que implica la sensación de invencibilidad e inevitabilidad. Sensación que presupone un único jugador, un escenario perfecto, un camino llano, sin contratiempos.
Sensación más que entendible cuando, en este primer año, el único gobierno liberal libertario de la historia de la humanidad tuvo, en términos de Maquiavelo, la fortuna de un tiempo propicio y la virtud de saber aprovecharlo.
Pero, como el autor italiano sostiene, ni la fortuna es permanente, ni la virtud infalible. Ícaro y la fatal arrogancia. Dos elementos siempre presentes en los discursos del león.
¿Fin?